Seguridad interior: poder civil, no militar / Excélsior


  • A diez años de haber iniciado el entonces presidente Felipe Calderón la guerra contra el narcotráfico, los resultados han operado al revés.

Lejos de poder decir que las fuerzas criminales han sido menguadas, lamentablemente ha ocurrido lo contrario.

En 2006, año en que se tomó la decisión de iniciar una guerra contra el crimen organizado, había en el territorio nacional siete cárteles; al final del sexenio, el número había crecido a 84. La resolución sirvió para que los grupos se fragmentaran y multiplicaran su presencia violenta. Evolucionaron para convertirse en una amenaza seria, no sólo para las autoridades, especialmente las locales, sino para la población civil, que se convirtió en víctima de la terrible ampliación de actividades delictivas como el secuestro, la extorsión y el cobro de piso.

Mientras que en ese año se registraron ocho homicidios por cada 100 mil habitantes, dos años después la cifra era de 24 por cada 100 mil habitantes. Por ello se cuestiona ampliamente si había razón para utilizar a las Fuerzas Armadas en esa guerra. Aún más: hay quienes señalan que el primer mandatario usó el combate como pretexto para legitimarse, ante la duda de su triunfo, en los comicios que lo convirtieron en primer magistrado.

Calderón recurrió al uso del Ejército con la idea de que, tras eliminar a los principales cabecillas, el sometimiento sería más o menos rápido. Sin embargo, los delincuentes dieron una respuesta inusitada, amparados con las poderosas armas que comenzaron a adquirir al otro lado de la frontera, el colapso institucional a nivel local y la corrupción en distintos ámbitos de la vida pública.

En estos días se han multiplicado las voces de alerta, ante la posible aprobación de la Ley de Seguridad Interior, mediante la cual el Presidente podría utilizar al Ejército a discreción. Es decir, podría dejarlo en las calles el tiempo que quisiera, pese a la queja expresa del general Salvador Cienfuegos Zepeda, secretario de la Defensa nacional, en el sentido de que “los militares no estudian para perseguir delincuentes, por lo que deben regresar a los cuarteles y realizar las tareas que les corresponden”. Es cierto que una buena parte de la población civil siente mayor seguridad ante la presencia militar. Pero también lo es que la permanencia prolongada en las calles provoca un acercamiento entre los bandos criminales y castrenses, que llega incluso a corromperlos. Además, están las violaciones a las garantías individuales que llegan a ocurrir por parte de algunos uniformados, como ha sido documentado.

Hay que reconocer que, en este momento, para amplias regiones del país, regresar a sus cuarteles a los soldados significaría, entonces, dejar a la población a merced del crimen y, por lo tanto, ésta es una razón por la que el Ejército debe permanecer aún en las calles. Sin embargo, también es evidente que en los diez años transcurridos desde el inicio del combate al narcotráfico, el Ejército no ha resuelto el problema. Por lo que centrar el debate en dejar o no a las Fuerzas Armadas en las calles es reducir la visión.

Durante el sexenio anterior y en lo que lleva el presente, no se ha pensado seriamente en un andamiaje civil capacitado para el combate a la delincuencia organizada. Realizar un proyecto de esta naturaleza requiere tiempo, recursos suficientes y, sobre todo, voluntad política.

Parte esencial del cáncer que padecemos es que autoridades civiles de los tres órdenes de gobierno conviven con los criminales, en lugar de enfrentarlos.

Por ello, el objetivo de la discusión tiene que ser en torno a cómo fortalecer el poder civil y no en cómo seguir utilizando el poder militar. Un punto clave es la responsabilidad de aquellas autoridades que prefieren coludirse con la actividad criminal, en lugar de proteger a la población; es decir, autoridades que corrompen su razón de ser.

El proyecto de ley que hoy se discute debe ser rechazado en los términos que se presenta. El enfoque debe definir con toda claridad los tiempos en que las fuerzas civiles estarán fortalecidas y capacitadas para garantizar la protección a la ciudadanía y, sobre todo, es indispensable dialogar con el Ejército y que podamos conocer de primera mano sus retos y balances.

Aprobar la discusión en los términos que hoy está planteado el debate sólo modificaría la correlación de fuerzas entre el poder civil y el poder militar, promoviendo que el primero claudique a una responsabilidad suprema (en la cual todo el aparato del Estado se ha quedado corto) y, con ello, se pone en riesgo el futuro entero de nuestra democracia.