Poder absoluto, corrupción absoluta / Milenio


  • El gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto ha permitido desde el poder público federal todo tipo de excesos. Nadie desea que los tiempos del Presidencialismo regresen o se vulneren derechos y responsabilidades estatales.

Si en verdad el Presidente de la República y la nueva dirigencia nacional del PRI desean ir al fondo de las cosas, que los dirigentes de ese partido presenten denuncias penales en contra de Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge; ante las actuales circunstancias del país, sería necesario que avalaran con hechos sus declaraciones y no se limitaran a impulsar acciones de inconstitucionalidad para desmontar la farsa de los sistemas estatales de anticorrupción que hicieron estos tres mandatarios.

 

Desde el Gobierno Federal resulta fácil simular que se encabeza una limpia en los gobiernos estatales priistas. Estos desplantes nadie los cree, porque una declaración ante los medios de comunicación no basta para resolver el problema. Los ciudadanos en siete estados ya expresaron su rechazo el pasado 5 de junio. Se entiende que se trata de una nueva estrategia propagandística rumbo a las elecciones federales de 2018.

 

Hasta del año 2000, los gobiernos priistas ejercían un férreo control sobre los gobernadores. El presidencialismo, la piedra angular de nuestro sistema político, tenía amplias atribuciones formales e informales, es decir, el Presidente definía a su sucesor en la silla presidencial y, por supuesto, a quienes deberían ser gobernadores, el regente del entonces Distrito Federal, senadores y directivos de las dependencias más importantes de la administración pública.

 

Como el que podía poner y también podía quitar, el Presidente de la República, a través del Secretario de Gobernación o de manera directa, removía discrecionalmente a los gobernadores.

 

Cuando el PRI perdió la Presidencia de la República, su clase política se refugió en sus gobiernos estatales. Desde sus fracciones parlamentarias en el Congreso de la Unión, los priistas protegieron a sus mandatarios  estatales e impidieron en los estados que gobernaban realizar auditorías a fondo de los recursos ejercidos. La debilidad del nuevo gobierno, entonces de origen panista, posibilitó un ejercicio del poder sin límite en las entidades federativas priistas. Sin un Presidente de la República todopoderoso, se generó un fenómeno que puede denominarse como feudalización de la política en los estados.

 

En las elecciones del 2012, el PRI regresó al poder público federal por la vía de sus gobernadores. Construyó su candidatura presidencial en torno al más mediático de ellos, el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto. Durante el tiempo que el PRI estuvo en la oposición, los gobiernos estatales priistas se caracterizaron por su deshonestidad y corrupción. Debe reconocerse que los gobiernos locales de otros partidos, entiéndase claramente del Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD) no fueron la excepción; el ejercicio del Poder en las entidades federativas está enfermo, todos padecen del mismo mal de arrogancia, soberbia y deshonestidad.

 

El gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto ha permitido desde el poder público federal todo tipo de excesos. Nadie desea que los tiempos del Presidencialismo regresen o se vulneren derechos y responsabilidades estatales; tampoco se trata de pasar por alto la pluralidad que afortunadamente experimenta nuestro país desde hace años; sin embargo, deben reconocerse los excesos a los cuales han llegado los gobiernos estatales en materia de corrupción, autoritarismo y arrogancia. Los desplantes y actitudes de los actuales gobernadores de Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua son ejemplo de lo que se habla. Por supuesto que no es casual que en el más reciente proceso electoral la ciudadanía haya optado por otros candidatos y opciones. XXX TWITTER: @MBarbosaMX