80 años de José Carlos Becerra / La Crónica de Hoy


Todavía en 1967, con 4 años de edad, yo vivía con mis padres en la calle Juárez número 43, en el centro de Villahermosa. Frente a nosotros estaba la casa de la familia Becerra Ramos, cuyo predio ocuparon después los Almacenes Fernández, muy distinguidos por tener la primera escalera eléctrica que conoció Villahermosa.

Mis hermanas, Carmen y Aurora, por edad y afinidad, eran grandes amigas de Deifilia y María Cristina, las hijas de don Carlitos Becerra y doña Mélida Ramos; a su vez, las hermanas Becerra giraban en un círculo de admiración y respeto por un hermano mayor, José Carlos, un personaje muy simpático y jovial.

En la calle Juárez, la principal de Villahermosa en los años 60, mi memoria infantil retiene algunos recuerdos fundamentales. Vienen a mi mente los autos que la recorrían y su tumulto, las banquetas ajedrezadas que fueron moda arquitectónica en las casonas de la ciudad, un pequeño café lleno siempre de parroquianos que era el Café Casino, que presidió con buen humor hasta que fui mayor don Loncho Zurita.

Y la memoria que habla por mí ahora dibuja a un hombre joven que lleva una barba de piocha. Lo veo por temporadas y luego desaparece. La memoria del niño que soy todavía no sabe ajustar los lapsos del tiempo. Tengo un recuerdo muy lejano en que juega conmigo; mis hermanas están presentes.

Estamos en la casa de los Becerra, que es de frente amplio y techos altos, cubiertos por tejas francesas y posee unos amplios corredores en los que puedo correr a gusto y sin peligro. Desde entonces tengo predilección afectiva por esos grandes espacios y sus mecedoras en los pasillos, en que reposa el cuerpo lo mismo que el alma.

A principios de junio de 1970 –ya cumplí 7 años y mi retentiva observa y recuerda todo lo que está alrededor- hay un gran tumulto en la mesa familiar. Mi madre y mis hermanas Carmen y Aurora están consternadas, pues el hermano mayor de Deifilia y María Cristina tuvo un accidente automovilístico.

Oigo que traen o traerán su cuerpo desde un sitio muy lejano. Por fin, escucho con claridad que murió en Italia. Una de mis hermanas –debe ser Carmen por su paciencia conmigo- me explica que Italia está muy lejos, en Europa, cruzando el océano. Eso me causa una gran impresión. Ya estoy en primer año de primaria en el Colegio Tabasco.

En mi etapa final de la secundaria, en la librería La Academia, de don Jorge Sáenz, compro un libro que contiene todos los poemas de aquel joven que jugó conmigo cuando fui niño. El tomo se llama El otoño recorre las islas; y la recopilación la hicieron en un gran gesto de amistad José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid.

Mis clases de español me ayudan a leer esos poemas; el libro contiene fotos nítidas y singulares de José Carlos. Sí, vuelvo a ver aquella barbita de piocha que tanto me llamó la atención cuando niño.

Pasan los años y con frecuencia vuelvo a mí ejemplar de El otoño y aprendo versos nuevos, hago recuerdos nuevos.

En mayo me conmovió el hecho que José Carlos hubiese cumplido 80 años de edad. Entre tanto trabajo en que estoy inmerso, -Senado y medicina-, leí una vez más el prólogo de Octavio Paz y releí la carta que Mario Vargas Llosa le envía a manera de pésame al poeta José Lezama Lima lamentando la muerte de José Carlos, y le relata que los seis meses que Becerra vivió en Londres fueron amigos.

En la entrega del Premio Cervantes, Fernando del Paso mencionó que en Londres ambos coincidieron y que José Carlos dejó una camisa olvidada en su casa y que en ciertos momentos se la ponía para dotarse del empuje del creador.

Me sorprende cuánta gente de nivel mundial estaba ya cerca o al lado de José Carlos cuando viajó de Londres a Italia, en 1970, buscando la luz de Grecia. Murió joven, como los griegos antiguos afirmaron que debían morir los privilegiados por los dioses. Yo, su alguna vez vecino en la calle Juárez, de Villahermosa, Tabasco, le rindo tributo en sus no cumplidos 80 años. Y me rebelo contra los dioses griegos.

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