Política inhumana / Excélsior


Hace tiempo una mujer en Tixtla, Guerrero, contó una historia. Un día su pequeño nieto le preguntó “¿Qué es eso de los desaparecidos?”, y ella, habiendo sufrido en carne propia una tragedia de este tipo, le contestó:

“Pues mira, imagina una burbuja de jabón de esas que haces con tu juguete y que vuela por el aire y que es atravesada por la luz del sol, ahora imagina que mientras pasa aquí enfrente de nosotros revienta, ¡pum!, ya no está, así es cuando una persona desaparece, ¿entiendes?”.

Esta imagen retrata un acto instantáneo, que produce un hoyo permanente en el corazón de quienes, de repente, pierden a alguien que se va sin dejar rastro.

¿Te puedes imaginar esto? Inténtalo.

La angustia de los padres está ahí a todas horas, todos los días. ¿Dónde estará mi hija?, ¿dónde estará mi hijo?, ¿vivirá?, ¿estará pasando dolor, frío o hambre?

¿Habrá una tortura más cruel que ésta?

Mañana se cumplen 19 meses desde que los muchachos de Ayotzinapa desaparecieron. Y lejos de que las autoridades responsables estén volcadas en encontrar la verdad sobre ¿qué pasó?, ¿quiénes son los responsables? y ¿dónde están esos estudiantes?, una y otra vez tratan de cerrar, a como dé lugar, el episodio no resuelto. Pero sólo generan más dudas, desesperanza y enojo entre la población. Ya hasta Hillary Clinton puso el ejemplo con una declaración que más o menos dice: “Si yo estuviera en el gobierno mexicano, no descansaría hasta descubrir lo que pasó con esos jóvenes”.

¿Por qué nuestro Presidente o nuestro secretario de Gobernación o procurador o procuradora no hablan así, y actúan como si se tratara de sus propios hijos? La respuesta es simple: porque no son sus hijos, y porque no son capaces de ponerse en los zapatos de las madres y los padres de Ayotzinapa.

En lugar de eso, el gobierno federal decide hacerle la guerra al GIEI, que ayer entregó su segundo informe del caso. Entre otras cosas, dicho informe evidencia peritajes poco serios, líneas de investigación no exploradas, como la del quinto autobús, y un asunto gravísimo: indicios de evidencia sembrada en la escena del crimen. El presidente Peña Nieto y su equipo brillaron por su ausencia en el evento, las sillas reservadas para ellos se quedaron vacías. Este asunto no les resulta prioritario.

Y mientras todo esto sucede, en el Senado de la República ocurre algo igual de trágico que las desapariciones, la muerte y las heridas hondas en los corazones de tanta gente. Ese algo se llama “indiferencia”.

Un nivel de indiferencia que cubre como plástico gris y pesado el corazón de la clase política. Especialmente entre los grupos parlamentarios de los partidos PRI y PVEM, que en días pasados se han dedicado a dilatar y boicotear la agenda para la construcción de las leyes anticorrupción que necesitamos de manera urgente, y que ellos mantienen secuestrada.

Y si alguien se pregunta qué diablos tienen que ver aquí las leyes anticorrupción, la respuesta es, nuevamente, simple y dramática: es justamente la corrupción la que nos está desapareciendo y matando a tanta gente. Fueron policías corruptos quienes entregaron a los jóvenes de la normal Raúl Isidro Burgos a grupos del crimen organizado; o agentes corruptos del Servicio Nacional de Migración, que hacen exactamente lo mismo con los migrantes; o mafias de trata de personas, mujeres y niños sobre todo, que operan al amparo de grupos de poder; o gobernadores y alcaldes que se roban el dinero junto con contratistas privados, en lugar de construir hospitales y dotarlos de medicinas para evitar que la gente, literalmente, se muera.

Considero que el espectáculo de la semana pasada en el Senado es el ejemplo más claro del desinterés y desconexión y deshumanización que existe en gran parte de la clase política mexicana. Pareciera que nada tiene que ver la corrupción con la muerte en las calles.

Vuelvo a insistir en este espacio. La desaparición de los 43 debería ser el caso central, para que en torno a él girara el debate de las leyes anticorrupción. Y evitar  así que algo como esto vuelva a suceder.

La corrupción y la responsabilidad que tenemos ahorita como legisladores son del mismo tamaño que la tragedia de Ayotzinapa.

¿Qué pasaría si fuera tu hija o tu hijo o tu hermano o tu madre o tu padre?

Si tomáramos en serio esta pregunta, nuestra forma de actuar cambiaría de la noche a la mañana. No tengo duda de ello.