DDHH en la frontera sur: la otra cara de la moneda / Mexican Times


La frontera sur, colindante con Guatemala y Belice (mide mil 149 kilómetros), está totalmente desprotegida y registra al menos 704 cruces clandestinos que permiten el flujo de migrantes y droga. A lo largo de esta extensa franja, solo hay 11 cruces formales con presencia de representantes de autoridades migratorias en ambos lados. Actualmente, la relación entre el migrante centroamericano y el Estado Mexicano —sociedad y gobierno— se enmarca en un doble telón.
Primero, la versión oficial dada por el gobierno a través de su política migratoria, así como lo establecido en los tratados firmados y ratificados por México en materia de migración y derechos humanos; y por otro lado, las investigaciones y recomendaciones hechas por medios de comunicación, Organizaciones No Gubernamentales (ONGs), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), entre otros organismos nacionales e internacionales que velan por la protección de los derechos humanos, y denuncian maltratos y violaciones a las personas: desde discriminación hasta violencia física, pasando por la exclusión social que impide una integración homogénea de las sociedades.

Al respecto, dentro de los procesos migratorios, un país puede jugar el rol de origen, tránsito o destino, y es precisamente en México donde encontramos las tres vertientes del fenómeno. Desde hace décadas México ha dejado de ser sólo uno de los principales países con masivos procesos de expulsión de migrantes a Estados Unidos, también tiene varios lustros siendo un lugar de tránsito y, en menor medida, de destino.
La dimensión de la movilidad de los centroamericanos que quieren atravesar México para llegar a Estados Unidos es tal que, en 2015 y de acuerdo con datos de la Secretaría de Gobernación del gobierno mexicano, cerca de 300 mil personas se encontraban en tránsito, de las cuales detuvieron casi a 200 mil y deportaron casi a 140 mil.

La gravedad de esta situación no sólo reside en las cifras, sino también en que varios de los hechos de violencia que más han llamado la atención en México en los últimos años han estado relacionados con los centroamericanos en tránsito y el incumplimiento de la defensa de los derechos humanos de estos migrantes forzados; entre muchos otros, sin duda los más “visibles” han sido las masacres de San Fernando en 2010 y de Cadereyta en 2012 –donde se transgredió brutalmente el derecho al respeto de la vida–, la crisis de los niños y adolescentes migrantes no acompañados de 2014 y 2015 –donde se les negó el derecho al asilo/refugio–, la trata de personas y explotación sexual de mujeres en la frontera sur de México y los crímenes y violencia hacia centroamericanos que condujeron a la situación de los migrantes mutilados, donde se le negó el derecho a la integridad física.

De este modo, la falta de protección y vulnerabilidad de los migrantes se estructura sobre la ausencia de los derechos humanos, tanto en el origen en sus países en Centroamérica, como en el tránsito por este país –que hipotéticamente dado el carácter universal de los derechos humanos no se restringen ni están acotados a un territorio nacional ni coartados por fronteras–. No obstante, la realidad es muy distinta; y en su paso por México los centroamericanos frecuentemente no tienen derechos al tránsito ni a la integridad física y el respecto a la vida, y muy pocas veces cuentan con la posibilidad efectiva de solicitar asilo y refugio. La violencia estructural, tanto en la ausencia del ejercicio de la ley y la permanencia de la impunidad, como en la libertad de acción y operación de los grupos de la delincuencia organizada; pero también en el hecho de que algunas de las autoridades gubernamentales a su vez son agresores de los migrantes y ejecutantes del delito.

De esta manera, más allá del reconocimiento de la problemática, el gobierno mexicano deberá comenzar a atenderla considerando que México también es un expulsor mayoritario de migrantes hacia el extranjero; ello sentaría las bases de acción del gobierno bajo la premisa de dar al migrante centroamericano el trato que se busca para el connacional en el extranjero.

Por lo tanto, de no comenzar a actuar, el gobierno y la sociedad mexicana no podrán promover la protección de los derechos humanos de los connacionales en Estados Unidos, sobre todo si no mejora las condiciones y el trato de los migrantes en el territorio propio. Todo ello tiene la única finalidad de consolidar una nueva cosmovisión de los derechos humanos y la migración, que represente una contribución para el desarrollo y bienestar de las sociedades.

Esto complica su estudio y el establecimiento de alternativas para replantear la visión del Estado mexicano respecto a una nueva cultura de la migración y, por lo tanto, de respeto a los derechos humanos, considerando también el incremento de los flujos y patrones de migración.