La minería y el Tratado de Libre Comercio


Debido a la escasa regulación, los que deberían ser proyectos de desarrollo terminan por convertirse en proyectos de muerte y empleos cada vez más precarios

En días recientes, la Secretaría de Economía publicó las “Prioridades de México en las negociaciones para la modernización del Tratado de Libre Comercio de América del Norte”. En dicho documento —rico en generalidades— no hay ninguna mención a la minería, aun cuando se trata de una de las actividades económicas críticas para nuestro país, que es receptor de empresas estadounidenses y canadienses —sobre todo estas últimas— en ese rubro. Esa condición debería llamar la atención sobre la estructuración de la estrategia de negociación del gobierno, sobre lo que entienden que funciona mal y sobre los cambios necesarios.

Las grandes empresas se benefician con casi el 95% de las extracciones de oro, plata y cobre. Y pese a que México es primer productor mundial de plata y uno de los diez primeros en 15 minerales, entre los que están el oro, el cobre o el zinc —además de que el sector minero metalúrgico aporta 4% de nuestro PIB—, según la CEPAL sólo el uno por ciento de los ingresos fiscales corresponde a los impuestos que pagan las mineras, mientras en países como Perú esta cantidad es más de seis veces mayor. Sólo entre 2015 y 2016, se extrajo del país más oro que en los 300 años de la Colonia y, en los últimos 21, se ha extraído siete veces eso y, desde luego, más que en cualquiera de las etapas históricas precedentes, aún más del doble que en el porfiriato, caracterizado también por la expoliación extranjera.

En México sobran ejemplos de los peores saldos que la minería puede dejar. El primero, en Pasta de Conchos en 2006, donde se dejó morir a 65 trabajadores que quedaron atrapados tras un derrumbe provocado por el trabajo en áreas con excesiva concentración de gas metano. El segundo, el desastre ecológico de los ríos Bacanuchi y Sonora, en 2014, cuando se derramaron 40 mil metros cúbicos de sulfato de cobre acidulado en dichos caudales, impidiendo acceso a agua potable para siete municipios (24 mil personas), arruinando el medio ambiente y dificultando la vida de la gente, pero por lo cual se debió pagar solamente un monto equivalente al 0.03% de las ganancias del corporativo responsable, Grupo México. Los riesgos incrementan conforme lo hace la actividad minera, pues todas las empresas están sometidas a las mismas reglas y supervisión.

Debido a la escasa regulación, los que deberían ser proyectos de desarrollo terminan por convertirse en proyectos de muerte y empleos cada vez más precarios.

Estos males, ya seculares, podrían agravarse de no contar con una buena estrategia en la negociación de los cambios del Tratado de Libre Comercio. Dependiendo de los intereses de Estados Unidos y Canadá, se podría provocar que las mineras tuvieran mayores libertades y la recaudación siguiera siendo mínima, o incluso podría disminuir. La política de este sexenio sugiere que así sería. Por ejemplo, ya el secretario de economía se pronunció a favor de las mineras y en contra del fisco en un caso en que el SAT había retenido impuestos a empresas canadienses, y su argumento fue precisamente el TLCAN —en especial su capítulo D11.

Es necesario que se discuta abiertamente, con formatos distintos a los planteados por la Secretaría de Economía en su consulta web, hecha para cubrir el expediente, pero que no ha incluido los muy necesarios foros con académicos, organizaciones de derechos humanos, ambientalistas, sindicatos, actores de diferentes niveles de gobierno, legisladores, líderes políticos y otros actores interesados en realizar propuestas sobre la renegociación de los diferentes temas que se consideren de relevancia en el TLCAN.

Por otra parte —y no puede ignorarse, porque podría cambiarlo todo— los acuerdos en la materia deben ser compatibles con la figura de consulta indígena y con las sentencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a ese respecto. El Convenio 169 de la OIT se firmó y aceptó por parte de nuestro país en el año de 1991, pero entonces no contábamos con un desarrollo jurisprudencial, en esa materia, similar al actual, ni con la potente reforma en materia de Derechos Humanos de 2011, que incorpora el control de convencionalidad. En ello —la consulta indígena— fundamentó la PGR buena parte de su argumentación para oponerse a la Constitución de la Ciudad de México, por lo que sería de esperarse que, en este caso, el tema adquiera una mayor centralidad.  Este cambio, fundamental, habrá de verse reflejado en la renegociación del TLCAN, so pena de que el tratado sea considerado inconstitucional. Sin consulta, la Suprema Corte o los Tribunales Internacionales, considerarían inválido cualquier cambio.

Un tratado de libre comercio debe aprovechar las ventajas comparativas en un marco de igualdad de los países socios, con salarios similares a los de los países de origen, regulaciones compartidas sobre medio ambiente y mecanismos tributarios. De lo contrario, se estará tasando el valor de algunas vidas y algunos territorios por encima del de otros. Eso sería sumisión, no asociación.

Sen. Dolores Padierna Luna

Coordinadora del Grupo Parlamentario PRD