Apuntes sobre el debate / El Universal


Manuel Camacho

Con todas sus limitaciones, la discusión en el Senado sobre las leyes que aterrizan la reforma energética, permitió fijar las posiciones políticas de manera inequívoca. Argumentos, estratagemas y pasiones se pusieron en evidencia.
Los panistas, particularmente Cordero y Gil, fijaron con claridad la posición de la derecha. Codero justificó con sus razones económicas la apertura completa a la inversión extranjera y se deslindó de la campaña gubernamental que ha ofrecido una baja a los precios de la electricidad, el gas y los alimentos. Su explicación sobre las causas del retraso del crecimiento fue insuficiente. Después de treinta años de un desempeño mediocre del crecimiento es indefendible la estrategia, o al menos su instrumentación. Gil fue como de costumbre elocuente, pero se metió en un terreno para él pantanoso: no era necesario decirle a la izquierda que fuera moderna, cuando la derecha no lo ha sido; menos aún, comprar el argumento del gobierno respecto a que la reforma coincidía con el pensamiento del general Cárdenas, cuando es diametralmente diferente. La historia no resta méritos ni necesita manipularse: el PAN nació contra el cardenismo. Eso es innegable, como también lo es su papel en favor de la democratización de los procesos electorales.
El PRI tuvo que hacer el papel de malabarista. Defender con razón que había que corregir las tendencias declinantes del petróleo, pero justificar sin razón que el único camino era la apertura total al capital externo. Colocó a sus líderes en situaciones imposibles. Al dirigente campesino, a justificar los intereses de las empresas contra los de los ejidatarios y comuneros. Al dirigente sindical, a callar frente al riesgo de los despidos. Al gobernador experimentado, a cerrar los ojos ante el volado en el que ha metido el gobierno al país. Al constitucionalista sereno, a defender los principios del pacto nacional, a sabiendas de que han sido modificados. A todos ellos —sabedores del peso de los símbolos y conscientes de los costos electorales previsibles— a sostener un enunciado falso: el petróleo no se privatiza, cuando se está poniendo a subasta la riqueza energética de la Nación. No se venden los tronillos oxidados, pero sí se hipoteca la riqueza energética de México.
El papel del PVEM fue ingrato: defender la fractura hidráulica que los partidos verdes combaten; apoyar una agencia de seguridad industrial que pasará por encima una legislación y unas instituciones de protección del medio ambiente que se han construido con altos niveles de consenso.
La izquierda desempeñó un papel digno, informado y competente. Barbosa fijó la posición del PRD con claridad: esto no termina aquí y maniobró con pericia para forzar el debate y mantener la coherencia del grupo. Padierna demostró que ella sí había estudiado todo el paquete y aportó información valiosa que negaba la validez de la posición oficial. Encinas hizo gala de la claridad de pensamiento, congruencia de principios y serenidad que lo caracteriza. Salazar argumentó con razones políticas serias. Robles supo ocupar el nicho del gas shale. Robledo mostró su crecimiento como parlamentario. Mario Delgado derrumbó los señalamientos de “la izquierda del no”; ofreció una alternativa seria. Ríos Piter argumentó con profesionalismo. Una por una y uno por uno, lució. Bartlett exigió —con razón— que se presentaran los ejercicios del impacto fiscal que tendrá la apertura al capital externo. Si para que vengan los inversionistas se tendrá que compartir la renta, si habrá un régimen fiscal diferente para los extranjeros, ¿cómo impactará el cambio el balance fiscal en los próximos años.
Al final quedó claro que, ante la privatización más radical, se debilitará al Estado, no habrá una regulación eficaz previsible, ni una política industrial y tecnológica. Las ofertas del gobierno difícilmente se cumplirán. La corrupción queda suelta, potenciada. Estamos ante una nueva modernización fallida.